jueves, febrero 01, 2007

La pesca. Segunda parte.

Era arduo trabajo para un solo hombre. Las redes estaban pesadas y el vaivén de la mar amenazaba con voltear el bote. No pasó mucho tiempo antes de que Gonzalo se viera en la necesidad de iniciar los preparativos para volver a tierra. El frío dolía en los huesos, más aún cuando una llovizna comenzó a mojar la lana del chaleco y la mezclilla de su pantalón. A lo lejos, el horizonte negro se difuminaba hacia un cielo tormentoso, desde donde se veían venir cada vez más olas en filas irregulares e inquietas. No obstante, la mente debía enfocarse en el trabajo y no distraerse en el miedo. Después de todo la pesca no fue del todo mala.

Gonzalo remó con todas sus fuerzas en dirección a la caleta. La resaca fue dura contrincante, y por momentos consiguió hacerle flaquear el ánimo. Así y todo, el recuerdo de su sobrino, su hermana y su madre, avivado por la impotencia padecida al saberse sin más recursos que los transportados a su lado, hizo de combustible, posibilitando el arribo a la playa de arenas negras. Estaba desierta. Al bajar del bote, Gonzalo sintió que el cuerpo se le iba a desmayar, sin saber bien si a causa del frío o del agotamiento del remado. Sabía que solo no podría arrastrarlo por la arena para alejarlo de las lenguas destructoras de la mar. Con las fuerzas restantes pidió ayuda al pequeño restaurante de la caleta, de donde salieron cinco colegas a socorrerlo. Sus caras mostraban una especie de desconcierto, entre asombro por ver que algún idiota se había aventurado en el agua con aquel tiempo, y hastío por haber sido interrumpidos en la ingesta de cafés calientes y panes con humeantes huevos revueltos. No sin dificultades lograron sortear los baches de la arena y poner la embarcación a resguardo, cooperando también en el traslado de la pesca hacia el restaurante, ya que de seguro no habría venta en la caleta ese día.

Tras una media hora de reprimendas, chistes, respiración agitada y una ya casi soportable humedad restante, tras el descanso junto a la cocina a leña, Gonzalo decidió levantarse, coger los billetes conseguidos y caminar hacia la puerta. Las ventanas dejaban ver un paisaje desolado, de nubes ya casi negras, de un amanecer que no pudo salir, de una lluvia torrencial. Dejó atrás las despedidas, los estrechones de mano, el aroma a comida porteña y el calor hogareño del local. Ya eran cerca de las diez de la mañana, y el almacén del pueblo estaba a unas tres cuadras de camino enlodado.